Está fresquísimo el recuerdo. Con mi amigo Fernando Contreras, en algún momento hablamos y compartimos – antes más que ahora – sobre una teoría que me venía dando vueltas hace mucho tiempo: existe un gran número de recetarios barriales que se desconocen, o que se comparten entre muy pocos. Esto surgió a raíz de una pregunta tan vieja como insistente: entender por qué en el pasaje donde vivieron mis abuelos, en Quinta Normal, existía un recetario en común y compartido. Y, por otro lado, por qué en el pasaje siguiente lado las preparaciones eran radicalmente distintas, pero homogénea dentro del mismo pasaje. Parece absurdo tratar de responder todo esto, porque a vuelo de pájaro puede concluirse que son vecinos, y por lo tanto sería de lo más normal compartir preparaciones. Pero no, porque en algunos pasajes eso no ocurría. Investigando, sin más pretensión que la de saber hasta dónde podían obtener respuestas, se concluye que varios elementos se interrelacionan, posibilitando la creación de un recetario barrial. Generaciones conviviendo; el espacio habitable y cómo se identifican con él, afectiva y materialmente; un comercio de ‘oportunidades’ en el que participan almacenes, ferias libres, carnicerías y panaderías. Como si de una receta se tratase, estos son algunos de los poderosos configurantes que dan sentido y significado al lugar donde todo converge. Observamos que en viviendas progresivas de fachada continua, se extiende la sensación del ‘espacio compartido’, por lo tanto problemas y soluciones también lo son. Los almacenes y el comercio menor son la cúspide del progreso barrial, asociados a la independencia económica. Y hasta mal vista e incómoda, porque quien compra, se culpa de llenar el bolsillo del almacenero, y no el propio.
En
el pasaje de mis abuelos se concentraba muchos adultos; o viejos.
Parte de su educación familiar consideraba prepararse para resolver
un cálculo instintivamente: la comida es una necesidad que en
cualquier momento puede convierte en urgencia (por crisis), por lo
que heredan un recetario crítico; hay ahorro, conveniencia, y racionar alimentos durante un mes pero que en honor a
su obtención, deben convertirse en platos abundantes. En esto hay
magia de sobra: barato, abundante, con sabor y saciador. En el pasaje
Colo Colo todos conocían el sánguche de turín margozzini con queso
chacra. Una marraqueta, un raspado de mantequilla, con cinco laminas
de cecina turín intensamente condimentada, y un trozo de queso
chacra. Se come en casa, y también en el bar de calle Andes y calle
Progreso, y en los clubes deportivos de calle Radal y Martínez de
Rosas. El bistec de pana o de corazón con papas con zanahoria, la
carbonada seca y la otra que lleva caldo, el budín de habas, la
tortilla de arroz con queso. Y otros clásicos desayunos de viejo
obrero, como son los huevos revueltos con longaniza.
En
el pasaje contiguo, Abranquil, vivía gente más joven. Y sabemos que
para el joven sin aprietes las mañas pueden desfilar de una en una.
Se dan cuenta que pueden comer menos verduras, menos pescado. En
cambio sí más proteína y fritura. En ese pasaje se festinaba con más
pollo que interiores de vacuno, por ejemplo. A diferencia de los
adultos, ellos educaron a sus hijos pensando en prosperidad, jamás en
urgencias.
Aunque
el desarrollo y conclusión original de esta idea giró en torno a
los sánguches – porque en sanguches.cl se escribe de eso y
Fernando Contreras lo hace con extrema habilidad – vuelvo a caer en
la misma observación y preguntas en medio de la pandemia.
Entre
junio y agosto nos convocamos varios amigos. Un abanico de personas
que veo tarde mal y nunca, pero que siempre nos reunimos cuando
creemos que algo puede resolverse. Junto a ellos, acumulamos una buena
cantidad de donaciones consistente en alimentos, que se entregarían durante los meses de pandemia, poniendo foco en ollas comunes fuera
del mapa, o que en medio de cierta fragilidad y quiebre territorial,
representan un peligro visitarlas para cualquier filántropo barrialtino o star system
solidario. Con permiso previo de quienes
dominan territorios (no son los pacos, precisamente) realizamos las
entregas.
No
hay olla común igual a otra. No existe un recetario ni interés por
aplicar uno, porque la rigidez y el método, no caben dentro de sus
principales características, que es la entrega a una cocina flexible y sin muchas reglas. Pero hay importantes aspectos dimensionales que puede
observarse, como que nada puede llamase “sobra”, porque es
alimento o ingrediente; por lo tanto, no existe como tal. El
ingrediente surge de cualquier parte, por eso no importa su procedencia
ni como se obtuvo, porque la urgencia lo justifica. Sin embargo, la
no revisión de recetas termina dando origen a algunas, porque tras
repetición, las preparaciones se consagran; se mejoran y memorizan.
Por lo tanto es una rigidez que se marca sólo al comienzo.
Una
de esas ollas estaba a cargo de la señora Erminia, en Pudahuel Sur,
quien me invitó a probar un plato amarillezco cuyo buen aroma
pintaba bien, comprobando que era muy sabroso. Se llama Rojanoch.
Erminia
y sus vecinas, pican dos fuentes de papas en cubos, los fríen y
luego reservan. Su marido, Osvaldo, consigue frutas machucadas o descartadas en ferias de Pudahuel Norte. Las manzanas van para el
Rojanoch. Estas se pican y fríen por un breve instante, y al igual
que las papas, se reservan. Una bolsa de cebollas se va picando, cada
una en trozos medianos. Las sobras de carne que son restos de chancho
y vacuno, que se compran a precio conveniente en cualquier carnicería
de calle San Pablo. Al igual que la cebolla picada, quedan a la
espera. Christofer, hijo menor de Erminia, que imagino debe tener unos 20 o
más años, trae los condimentos. Canela, comino, pimienta y merquén
que consigue en la feria a $500 la bolsa (bien generosa) que dura
hasta dos meses. El curry, el condimento más importante, lo trae del
supermercado. Christofer dice que saca un sobre de la estantería, y mientras camina
con el carro, lo enrolla y se lo mete la boca. “Hasta dos caben, y
mi polola se mete otros dos más”, comenta. Es lo más seguro, ya
que el sensor de robos no llega a la altura de la cabeza. Mientras tanto Erminia revuelve una cucharada de maicena
y margarina que pone en un litro de leche.
Todo
a saltear. Entran las papas fritas en cubo, la manzana, la cebolla,
los trozos de carne, los condimentos, y dos sobres de curry, que al verterse aromatiza todo. Se sala. Luego agrega la leche con maicena y
margarina, y en menos de 10 minutos de hervor y reducción, se retira.
En
realidad el Rojanoch es un acompañamiento, un cariño que va sobre
una generosa porción de arroz, que se empuja con pan frito. El pan
se fríe para conservarlo por una semana, y se aprende que de esta
manera puede utilizarse cualquier día y en varias comidas. Al desayuno con algún
embutido, al almuerzo para acompañar y empujar, o a la once con jurel y cebolla. Siempre crocante y listo.
Las
señoras comentan que a finales de abril, Arnaldo, un migrante
venezolano que consiguió cruzar ilegalmente la frontera, evitando persecuciones o sospechas, escogió vivir un tiempo
en Pudahuel. No le gustó, dice Erminia; encontró a sus familiares
y se fue “pero como era chef nos enseñó hartas recetas”. Lo que Arnaldo en realidad les había enseñado era una versión de Rogan
Josh, un curry indio que dista mucho de esta receta. Las señoras
saben que es distinto, porque probaron el original, pero debieron
sacar los tomates, el pimentón y yoghurt, porque aumentaba el valor por plato. El Rojanoch es el nombre que simplifica todo, y el que ellas saben preparar es sabroso; medio dulce,
picante, y que allí se disfruta porque no existía nada similar antes. Sus
ingredientes se consiguen fácilmente, y entre varias manos se prepara muy rápido.
Siete
cuadras hacia al oriente, en otra olla común, la papa es protagonista.
No hay una preparación similar a la olla de Erminia, salvo el
universalizado tallarín con salsa. La mayoría que vive allí son
maestros de la construcción, y han aprovechado materiales sobrantes
para hacer parrillas con canaletas de zinc recortadas. Se amarran dos
canaletas y en ellas, se colocan cebollas y papas enteras,
condimentadas con aceite pimienta y merquén. Todo en brazas. Son soluciones muy distintas. En
casi todas las ollas la necesidad cobra sabor. Es casi
una obligación que así sea.
Nada
puede vaticinarse donde las opciones en pandemia se reducen a sobrevivir o morir.
Y a pesar de eso, el derrumbe cotidiano no impide que surja
espontáneamente una cocina solidaria, que lleva sobre sus hombros el
mito de crónicas e intenciones que se lo tragan todo. Menos algo,
que es un antiguo secreto de sobrevivencia que nos comparte Erminia:
dejar que las crisis te golpeen en la cara, mirarlas de frente, y comértela bien condimentada.
Alvaro
Tello