13 dic 2020

El Rojanoch de Pudahuel, y la emergencia constructiva.


Está fresquísimo el recuerdo. Con mi amigo Fernando Contreras, en algún momento hablamos y compartimos – antes más que ahora – sobre una teoría que me venía dando vueltas hace mucho tiempo: existe un gran número de recetarios barriales que se desconocen, o que se comparten entre muy pocos. Esto surgió a raíz de una pregunta tan vieja como insistente: entender por qué en el pasaje donde vivieron mis abuelos, en Quinta Normal, existía un recetario en común y compartido. Y, por otro lado, por qué en el pasaje siguiente lado las preparaciones eran radicalmente distintas, pero homogénea dentro del mismo pasaje. Parece absurdo tratar de responder todo esto, porque a vuelo de pájaro puede concluirse que son vecinos, y por lo tanto sería de lo más normal compartir preparaciones. Pero no, porque en algunos pasajes eso no ocurría. Investigando, sin más pretensión que la de saber hasta dónde podían obtener respuestas, se concluye que varios elementos se interrelacionan, posibilitando la creación de un recetario barrial. Generaciones conviviendo; el espacio habitable y cómo se identifican con él, afectiva y materialmente; un comercio de ‘oportunidades’ en el que participan almacenes, ferias libres, carnicerías y panaderías. Como si de una receta se tratase, estos son algunos de los poderosos configurantes que dan sentido y significado al lugar donde todo converge. Observamos que en viviendas progresivas de fachada continua, se extiende la sensación del ‘espacio compartido’, por lo tanto problemas y soluciones también lo son. Los almacenes y el comercio menor son la cúspide del progreso barrial, asociados a la independencia económica. Y hasta mal vista e incómoda, porque quien compra, se culpa de llenar el bolsillo del almacenero, y no el propio.

En el pasaje de mis abuelos se concentraba muchos adultos; o viejos. Parte de su educación familiar consideraba prepararse para resolver un cálculo instintivamente: la comida es una necesidad que en cualquier momento puede convierte en urgencia (por crisis), por lo que heredan un recetario crítico; hay ahorro, conveniencia, y racionar alimentos durante un mes pero que en honor a su obtención, deben convertirse en platos abundantes. En esto hay magia de sobra: barato, abundante, con sabor y saciador. En el pasaje Colo Colo todos conocían el sánguche de turín margozzini con queso chacra. Una marraqueta, un raspado de mantequilla, con cinco laminas de cecina turín intensamente condimentada, y un trozo de queso chacra. Se come en casa, y también en el bar de calle Andes y calle Progreso, y en los clubes deportivos de calle Radal y Martínez de Rosas. El bistec de pana o de corazón con papas con zanahoria, la carbonada seca y la otra que lleva caldo, el budín de habas, la tortilla de arroz con queso. Y otros clásicos desayunos de viejo obrero, como son los huevos revueltos con longaniza.

En el pasaje contiguo, Abranquil, vivía gente más joven. Y sabemos que para el joven sin aprietes las mañas pueden desfilar de una en una. Se dan cuenta que pueden comer menos verduras, menos pescado. En cambio sí más proteína y fritura. En ese pasaje se festinaba con más pollo que interiores de vacuno, por ejemplo. A diferencia de los adultos, ellos educaron a sus hijos pensando en prosperidad, jamás en urgencias.

Aunque el desarrollo y conclusión original de esta idea giró en torno a los sánguches – porque en sanguches.cl se escribe de eso y Fernando Contreras lo hace con extrema habilidad – vuelvo a caer en la misma observación y preguntas en medio de la pandemia.

Entre junio y agosto nos convocamos varios amigos. Un abanico de personas que veo tarde mal y nunca, pero que siempre nos reunimos cuando creemos que algo puede resolverse. Junto a ellos, acumulamos una buena cantidad de donaciones consistente en alimentos, que se entregarían durante los meses de pandemia, poniendo foco en ollas comunes fuera del mapa, o que en medio de cierta fragilidad y quiebre territorial, representan un peligro visitarlas para cualquier filántropo barrialtino o star system solidario. Con permiso previo de quienes dominan territorios (no son los pacos, precisamente) realizamos las entregas.

No hay olla común igual a otra. No existe un recetario ni interés por aplicar uno, porque la rigidez y el método, no caben dentro de sus principales características, que es la entrega a una cocina flexible y sin muchas reglas. Pero hay importantes aspectos dimensionales que puede observarse, como que nada puede llamase “sobra”, porque es alimento o ingrediente; por lo tanto, no existe como tal. El ingrediente surge de cualquier parte, por eso no importa su procedencia ni como se obtuvo, porque la urgencia lo justifica. Sin embargo, la no revisión de recetas termina dando origen a algunas, porque tras repetición, las preparaciones se consagran; se mejoran y memorizan. Por lo tanto es una rigidez que se marca sólo al comienzo.
Una de esas ollas estaba a cargo de la señora Erminia, en Pudahuel Sur, quien me invitó a probar un plato amarillezco cuyo buen aroma pintaba bien, comprobando que era muy sabroso. Se llama Rojanoch.

Erminia y sus vecinas, pican dos fuentes de papas en cubos, los fríen y luego reservan. Su marido, Osvaldo, consigue frutas machucadas o descartadas en ferias de Pudahuel Norte. Las manzanas van para el Rojanoch. Estas se pican y fríen por un breve instante, y al igual que las papas, se reservan. Una bolsa de cebollas se va picando, cada una en trozos medianos. Las sobras de carne que son restos de chancho y vacuno, que se compran a precio conveniente en cualquier carnicería de calle San Pablo. Al igual que la cebolla picada, quedan a la espera. Christofer, hijo menor de Erminia, que imagino debe tener unos 20 o más años, trae los condimentos. Canela, comino, pimienta y merquén que consigue en la feria a $500 la bolsa (bien generosa) que dura hasta dos meses. El curry, el condimento más importante, lo trae del supermercado. Christofer dice que saca un sobre de la estantería, y mientras camina con el carro, lo enrolla y se lo mete la boca. “Hasta dos caben, y mi polola se mete otros dos más”, comenta. Es lo más seguro, ya que el sensor de robos no llega a la altura de la cabeza. Mientras tanto Erminia revuelve una cucharada de maicena y margarina que pone en un litro de leche.

Todo a saltear. Entran las papas fritas en cubo, la manzana, la cebolla, los trozos de carne, los condimentos, y dos sobres de curry, que al verterse aromatiza todo. Se sala. Luego agrega la leche con maicena y margarina, y en menos de 10 minutos de hervor y reducción, se retira.

En realidad el Rojanoch es un acompañamiento, un cariño que va sobre una generosa porción de arroz, que se empuja con pan frito. El pan se fríe para conservarlo por una semana, y se aprende que de esta manera puede utilizarse cualquier día y en varias comidas. Al desayuno con algún embutido, al almuerzo para acompañar y empujar, o a la once con jurel y cebolla. Siempre crocante y listo.

Las señoras comentan que a finales de abril, Arnaldo, un migrante venezolano que consiguió cruzar ilegalmente la frontera, evitando persecuciones o sospechas, escogió vivir un tiempo en Pudahuel. No le gustó, dice Erminia; encontró a sus familiares y se fue “pero como era chef nos enseñó hartas recetas”. Lo que Arnaldo en realidad les había enseñado era una versión de Rogan Josh, un curry indio que dista mucho de esta receta. Las señoras saben que es distinto, porque probaron el original, pero debieron sacar los tomates, el pimentón y yoghurt, porque aumentaba el valor por plato. El Rojanoch es el nombre que simplifica todo, y el que ellas saben preparar es sabroso; medio dulce, picante, y que allí se disfruta porque no existía nada similar antes. Sus ingredientes se consiguen fácilmente, y entre varias manos se prepara muy rápido.
Siete cuadras hacia al oriente, en otra olla común, la papa es protagonista. No hay una preparación similar a la olla de Erminia, salvo el universalizado tallarín con salsa. La mayoría que vive allí son maestros de la construcción, y han aprovechado materiales sobrantes para hacer parrillas con canaletas de zinc recortadas. Se amarran dos canaletas y en ellas, se colocan cebollas y papas enteras, condimentadas con aceite pimienta y merquén. Todo en brazas. Son soluciones muy distintas. En casi todas las ollas la necesidad cobra sabor. Es casi una obligación que así sea.

Nada puede vaticinarse donde las opciones en pandemia se reducen a sobrevivir o morir. Y a pesar de eso, el derrumbe cotidiano no impide que surja espontáneamente una cocina solidaria, que lleva sobre sus hombros el mito de crónicas e intenciones que se lo tragan todo. Menos algo, que es un antiguo secreto de sobrevivencia que nos comparte Erminia: dejar que las crisis te golpeen en la cara, mirarlas de frente, y comértela bien condimentada.

Alvaro Tello





4 mar 2014

Pitillos

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No recuerdo si fue entre las páginas aguachentas de un suplemento o de una revista digital, donde logré encontrar una pequeña columna cuyo título e inicio me sorprendió, no presentándose como una gran novedad, ya que era la tercera entrega a la fecha de alguien que se manifestaba en contra de los hombres cuarentones que usan pantalones pitillos.
Se diferenciaba esta de otras columnas, al dar estocadas visceralmente directas, con un lenguaje descubierto e insultante. En un ejercicio de poca profundidad y mínimo espacio, la autora logró eficazmente escarmentar y ejecutar moralmente a una gran masa de cuarentones; tratándolos de tarados atemporales, poseedores de una autoestima derruida, mezclada con un constante anhelo de perpetuar su adolescencia externa. Agregando y agravando, que gran parte de la población masculina chilena sufre de una singular metamorfosis degenerativa, al parecer inevitable, en la cual el trasero parece contraerse y reposicionarse en el abdomen. En resumen, la autora da a entender la absoluta incompatibilidad física y moral del cuarentón chileno, con el uso de cualquier tenida que esté encasillada dentro del trending adolescente del slim fit.
No es un sarcasmo de mi parte reconocer que en un momento desde la tribuna y como cualquier lector sometido, logré digerir y disfrutar de su fluida antipatía. Pero el texto deja sembrado obligatoriamente ese gusto a berrinche antojadizo, que fue en búsqueda de aferrarse tendenciosamente a los numerosos textos contragénero que de un tiempo al cabo, han llegado a circular como esporas. Cuestión de moda y muy curiosa que se ha ofertado como choreza irreverente en diferentes blogs y páginas, cuya principal causa al parecer es minimizar lo masculino, sin que hasta el día de hoy, el género aludido se haya dado cuenta que tal cosa existe (es que no importa mucho, en realidad).
Ya decantando un poco la lectura de éstas y otras columnas similares, me doy cuenta la facilidad imperante de poder carraspear con los textos; puntos de vista vacuos que abarcan siempre una inmensidad de supuestos problemas y culpabilidades atribuibles a cualquier situación o especie. Al parecer, todo es un problema que a través de unas cuantas letras acusan y dan causa; juicio y veredicto. En esta ocasión, se le achaca a una generación de hombres supuestamente inadaptados e incapacitados de encausar su vida en un pantalón tipo Dockers y una camisa con el lagarto colienroscado.
Independiente de cualquier edad, desde hace bastante tiempo, y con solo dos dedos de frente, se ha visto como la mayoría de los pantalones que incluyen al Dockers u otros símiles, han comenzado paulatinamente a apretar las pantorrillas, sin que se esté de acuerdo o se haya exigido. Al parecer y por defecto, somos seguidores de una extraña imposición europea que materializa sus proyectos en conjunto con la dictadura textil China, la cual se encarga de replicar los deseos milaneses, repartiéndolos a granel por el mundo entero, siendo todos parte de un licuado global donde la individualidad se queda pegada como impureza en el colador. La verdad es que aplicando un mínimo de referencias, todos los pantalones que incluyen marcas clásicas y no tanto, se han puesto al tanto angostándose de acorde a los tiempos. Como globalmente corresponde.
La columna aquella a pesar de haberme sacado más de una mueca, es de una relevancia y trascendencia igual cero. Estaremos de acuerdo que es un tema soluble que sin mediar orden, la memoria se encargaría de reciclarla por si misma, reemplazándolo por algo más útil. Eso pensaba hasta el día que entré a la Feria de Vinos de Lujo que se realizaba en el Hotel Hyatt de Santiago.
Tras pasar por salones alfombrados y saludando a mi amiga y productora de aquel evento, consigo ver tras ella a un grupo de periodistas entre las cuales se encontraba la autora de "pitillos", junto a otras columnistas que he logrado reconocer con el tiempo, gracias a la infaltable foto que encabeza una columna.
Decidí ir, conversar, y plantearle mis interrogantes por éste y otros textos que han sido igual de “interesantes”. Después de deambular por las dependencias del hotel por fin pude divisarla, encontrándose ocupada hablando con un destacado productor de vinos que esa noche exponía sus botellas. Preferí no interrumpir al percatarme y ser demasiado notorio que las preguntas dirigidas al viñatero, iban cargadas con miradas pomposas, cambios de luces y toda una artillería de indirectas que varios pudimos escuchar, producto de una evidente sordera alcohólica. Problema que inevitablemente hace subir los decibeles sin estar uno muy consciente de ello.
Entre miradas y otras coqueterías que al parecer sugerían por parte de columnista, un reencuentro a futuro, se veia a un productor bastante incómodo, tratando de zafar, alzando el cuello buscando algo eniexistente entre la muchedumbre. Casi por tercera vez, el viñatero algo hartado y cejijunto, le exclama e insiste que por favor le disculpe, que estaba esperando a otras personas para ir a comer.
Lo curioso de todo esto, es ver cómo se retiran ambos sin mediar despido y, verla sobre todo a ella, retornar con su grupo de amigas portando una sonrisa que dejaba traslucir una presunta victoria. Algo más que moral, y con el mismo desplante y grado de fanfarronería de un hombre en condición de manada.
Finalmente sus amigas le preguntan qué tal le fue, limitándose a explicar detalles con triunfante ambigüedad, cortando el tema de raíz, simplificando todo en esta frase: "el tipo es total”. A decir verdad, el señor que hace vinos no se anduvo con rodeos; algo agotado mostró siempre interés en dejar el stand de vinos, retirarse, e ir a probar el cordero y trucha ahumada, y de paso, degustar la mayor cantidad de vinos que fuese posible.
Decidí seguir mi camino probando algunas etiquetas y compartir con algunos amigos enólogos y viticultores, ya que por otra parte, había encontrado todas las respuestas necesarias al ver como la columnista de pluma privilegiada, con motivación suficiente para descuerar al mundo, había sufrido un rechazo políticamente correcto, de parte de un viñatero cuarentón, que esa noche vistió en la gala más importante del vino chileno, sus mejores pantalones pitillos de color rojo.


Alvaro Tello.